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  • Foto del escritorRogelio Calderón

El G.I. Joe de Romario

Bebeto era más pequeño que Romario, tanto en edad como en estatura. Estamos hablando de unos cinco años de diferencia, con menos desarrollo físico pero igual de "entrón". En ese tiempo Ronaldo ni figuraba, al menos para nuestra elección de nombres. Además Bebeto jugó en México, y Romario era la estrella.

El estadio era cuadrado, solo una pequeña portería chica de metal con redes azules puesta en la pared. Estaba listo, quería el G.I. Joe azul de Romario, la figura de acción que había apostado mi primo en ese partido. Por su ventaja física estaba muy confiado de que el juguete seguiría en su casa. Decidió que a los diez goles me lo podía quedar. La verdad ni lo usaba, él ya era un adolescente y yo todavía un niño. Según lo iba a guardar para sus hijos y por eso lo tenía resguardado junto con otros juguetes. Solo quería probarme pues, a los 14 años estás más interesado en otras cosas que en juguetes.


El partido comenzó. Había gran iluminación en el patio. Sabía que me llevaba ventaja, pero solo por la edad y estatura, nada más. Como solo era una portería decidí adoptar una estrategia a la defensiva, tenía que parar sus embates y sobre todo sus bicicletas. Realmente Romario tomaba muy en serio su nombre adoptivo, estaba fascinado con aquel Brasil de los noventa. Y quién no, verlos en la televisión era magia pura, el futbol como debería ser.

El partido fue parejo la mayor parte del tiempo; ventajas de un gol para uno y para el otro, también empates, y una fiesta de ventajas y desventajas cada minuto. Lo veía desesperado, el niño Bebeto le ganaba al adolescente Romario. El encuentro había sido limpio, pero los empujones empezaron a crecer conforme avanzaba el tiempo y los números escalaban en la pizarra mental de cada uno. Anoté el décimo gol y podía ver con emoción el G.I. Joe en mis manos. “Subimos a 15” me dijo. No era justo, le había ganado bien de acuerdo a sus reglas y en su cancha (que era el patio trasero de la casa de mi tía). Resignado acepté y seguimos jugando. Ahora tenía que meter cinco más para ganarme la figura de plástico. Pasaron los minutos y me volví a poner férreo en la defensa. Oh sorpresa, metí el 15. “¡Gané gané!” Le dije en un tono exaltado pero carente de burla. “¡Solo te defendiste!” fue la excusa perfecta para tapar el orgullo herido. No me dio el G.I. Joe. Me enojé.

Esa noche acabó sin bronca campal a pesar de no irme con el premio prometido. Pasaron mis papás por mí y el asunto quedó en el olvido. Pasaron los años, partidos, graduaciones, fiestas, navidades, y arrugas en nuestras caras. Bebeto creció y dejó el nombre. Romario también.


Años después le pregunté a mi primo si seguía teniendo el muñeco. Para mi sorpresa me dijo que sí y sin dudarlo me lo regaló. El trofeo llegó a mis manos tarde, sin ninguna ceremonia, y en una edad en la que no tenía intención de jugar con figuras de plástico. Así como cuando homenajean al muerto cuando este ya no puede emocionarse con los recuerdos de su vida. Ya para qué.

Pero cada vez que veo el juguete la memoria de aquel partido es especial: un Bebeto de nueve años venciendo a un adolescente Romario en plenitud, y en su campo. Sin duda alguna un partido digno de copa del mundo, pero sobre todo el buen recuerdo que tengo de mi primo, igual que aquel festejo de Bebeto y Romario en el 94.






*Lo curioso es que el coronel de vestimenta azul no era un G.I. Joe, sino un personaje de los famosos Dino Riders de la época de los 80. Viví confundido muchos años hasta que el internet me dio la oportunidad de verificar que no había tal coronel en el universo de los militares gringos de acción. Aún así es especial.

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