Pablo tenía mala cara en el barrio. La gente lo molestaba por su apariencia, lo juzgaba, lo ignoraba. No era mal chico, para nada, pero su cabeza rapada, el corte mohicano de color rojo, y la vestimenta de cuero con las cadenas en su pantalón alejaban a cualquiera. En la calle era un tipo serio, en la escuela también. Era buen estudiante y no se metía con nadie.
Pero realmente solo se sentía a gusto en su habitación escuchando a los Ramones, a Billy Idol. Se desestresaba tocando la guitarra. Era su espacio, donde nadie lo veía mal y donde él podía ser Pablo. No era mal chico, solo que la gente no lo comprendía por ser diferente. O según ellos él era el diferente.
Un día Pablo caminaba hacia la escuela, con mirada agachada y audífonos en las orejas, distraído del exterior, comprometido con el mundo musical que sonaba en su cabeza. En el andar se topó a una bola de chicos, compañeros de escuela nada amigables. “¡Hey raro!” gritaron a Pablo. “Te damos tres segundos para que salgas de nuestra vista” le advirtieron. No llegaron ni al tercer segundo cuando se le fueron encima, correteándolo por la calle amenazándolo con darle una golpiza solo porque sí, por su aspecto. Pablo no podía ir tan rápido por las botas que llevaba de casco duro, eran pesadas y apenas podía correr. Estaba acorralado sin salida, en un callejón donde la única vía era pasar sobre la bola de rufianes que lo molestaban. De pronto llegó la ayuda inesperada. Los acosadores se espantaron con los ladridos de aquel héroe sin capa, de cara tosca y cicatrices. Huyeron temblando.
Pablo tenía miedo, y el perro también. Los dos se miraron. El punk se aceró con respeto mientras que el pitbull con la cabeza agachada dudaba. El perro cojeaba y Pablo le ofreció una de sus galletas que tenía guardadas para el almuerzo. La cola del can fue la muestra de confianza y la caricia del humano en su cabeza cerró la presentación entre ambos. Dos rebeldes etiquetados por la sociedad se conocieron.
Pablo se saltó ese día la clase y llevó a su nuevo compañero al veterinario. “Por lo que veo a este perro lo maltrataban y lo usaban para pelear” dijo el doctor. “De fiero solo tiene el hambre por las galletas que le estás dando. Estos cachorros infelizmente tienen muy mala reputación entre los ignorantes”. Pablo se alegró de que su nuevo amigo estaría fuera de peligro simplemente con atención y cariño. “Yo entiendo lo de la mala fama doc” dijo el chico. El nuevo nombre del cachorro sería Billy, como el ídolo de Pablo.
Ambos regresaron a casa. Billy ganaba un nuevo hogar, Pablo un nuevo amigo con quién entenderse. Tanto humano como perro tenían algo en común: eran nobles y mal vistos. Billy acompañó al punk en toda su preparatoria, universidad, y en los inicios de su banda. Con el tiempo las giras profesionales fueron parte de sus vidas pues, la banda de Pablo, los Rebel Dogs, estaban teniendo mucho éxito a nivel global.
Con el paso de los años cuando en una entrevista se le preguntó a Pablo sobre el origen de su inspiración musical, éste respondió que de la amistad con Billy, “¿Billy Idol es tu amigo?” preguntó el periodista, “No, pero Billy sí” rió el punk señalando al pitbull que estaba acostado moviendo la cola a lado del músico. Desde que se conocieron en aquel callejón ahora los únicos que perseguían a Pablo y a Billy eran los fanáticos.

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