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  • Foto del escritorRogelio Calderón

Portero

No escucho nada, siempre estoy atento a mis defensas y a lo que pueda hacer el rival. La mirada a la acción, no escucho nada. Todos estos años he aprendido a vivir con el estigma de ser aquel que evita la alegría del juego. Pero es mi trabajo, es una posición que asumí desde niño en los campos de mi pueblo, donde frustraba a los que querían el gol. No me arrepiento. El juego empieza y los nervios me mantienen alerta. Este partido es especial, es el último baile. No escucho nada.


“Atento Mumo” me dice el Capi, su mismo discurso de siempre. Pero hoy es más enérgico, hoy es diferente, el rival es el eterno, y el partido da el campeonato. Sus delanteros son muy buenos, y la estadística a la mejor ofensiva del torneo los avala. Pero estoy tranquilo, el Jefe y el Hueso nos han convertido en la mejor defensa del torneo. También me tengo fe, he hecho mi parte, ya son muchos años en esto. Es un juego especial. “Vamos Mumo, sos grande y dejarás limpio el arco boludo” me dice el Hueso quien, a pesar de tener diez años fuera de Buenos Aires, nunca se le ha quitado el acento. El último día en la oficina y la solemnidad del evento no evita que me sienta vacío. Ni en una final mi concentración me deja escuchar los cánticos. Cada pelota que atajo ahoga el grito del gol deseado. ¿A quién engaño? de cualquier forma nunca lo escucho. Sea a favor o en contra. Así ha sido toda mi carrera. A veces quisiera saber qué se sentiría anotar uno.

Minuto 20 del primero y estamos empatados. Las mantas y banderas las veo, colores y gestos nerviosos, pero no escucho nada. Máxima concentración en esta primera mitad. Nos vamos sin goles.


Minuto 50. Nos van ganando. Maldito seas Matasanos, tú y tu toque prodigioso. Imparable el tiro libre, imposible haberlo sacado. Por eso su apodo, habilidad quirúrgica como la de aquellos que ejercen el juramento de Hipócrates. El Jefe no saltó y se enfrascó en una pequeña discusión con el Hueso como consecuencia del reclamo de este último. No pasa nada, el juego no ha acabado pero en nuestra grada ya se comienzan a dibujar caras de preocupación. No escucho nada, pero al voltear a ver a los aficionados parece que lo escucho todo. Tengo un buen presentimiento, el Capi me sonríe. En su rostro puedo ver que saldremos de esta. Ya es el minuto 70. Hemos intentado pero mi contraparte hace lo suyo. Es joven, y ha tenido los reflejos.

En la soledad de mi arco me desespero. No me puedo retirar siendo segundo. Hemos hecho una gran temporada. Nos ha costado llegar aquí. La esperanza es un bien renovable.


Minuto 80. ¡Gol del Capi! bárbaro tiro de fuera. Me alegro con cautela, mantengo la concentración intacta y eso me impide escuchar el desahogo de los nuestros en la tribuna. Solo aplaudo con mis viejos guantes sucios. Desde acá le doy crédito al Toro Valdivia pues, ese recorte al lateral fue excelso pero su asistencia al Capi fue como si hubiera usado la mano. Les empatamos y ya solo quedan diez minutos. El marcador electrónico anuncia el uno a uno. Mi sordera se mantiene.


Minuto 87. Salvé el 2-1. “¡Caralho!” grita Juninho mientras se jala su playera como si la tratase de romper de impotencia. Después de enfrentar a varios brasileños en mi profesión, esa palabra era más que común en mi área. Caray, alcancé a reaccionar y desviar esa pelota después de que la trayectoria cambiara salvajemente al tocar la pierna del Hueso. “Carajo che, sos mi salvador” me besó en la mejilla el flaco porteño. Veo al de negro alzar cinco dedos, señal de que se extiende la agonía, de que es muy probable que mis compañeros extenderán el suplicio en las piernas por otros treinta minutos. Sé que no van a aguantar. El esfuerzo ha sido bárbaro, y los partidos acumulados del año nos cobran factura. Incluso Valdivia está muerto, ya no parece toro sino becerro de torpes piernas. Huele a tiempos extra.


Minuto 93. De lo agregado faltan dos minutos. Los equipos más populares del país en una final inédita, un partido de privilegio, de sueño, y que el destino me regaló para mi despedida. Es justo, mi familia merece más tiempo conmigo, y yo ya he gozado mucho en estos años. Desde aquel Mumo de categorías inferiores con ilusión, a este portero de reflejos gastados pero con el mismo corazón. Es necesario el retiro. Tiempo de dejar el egoísmo deportivo a un lado, de darle reposo a mis manos maltratadas. Pero no he escuchado, y eso me molesta, me entristece. Si pita el juez me quedarán tiempos extra, y quizá penales. Soy egoísta, soy imprudente, solo quiero escuchar. Parezco novato.


Lo he vivido todo. Esta concentración me ha mantenido fuerte por años, pero no me ha dejado oír la alegría de los estadios. Bendita o maldita posición, pero al final yo estoy para evitar los goles. Es mi trabajo. Es el minuto 94 y un disparo del Capi ha sido desviado a tiro de esquina. Solo quiero escuchar, solo eso. Fuera nervios. Tengo fe.


Pregunto al profe si puedo ir y me dice que no. Es obvio, prefiere los tiempos extra. Es absurdo el riesgo. Todos en el estadio sabemos que es la última jugada. O cae el gol o nos vamos al alargue. Vuelvo a preguntar y la respuesta es la misma que ya sé. De pronto toda mi carrera me pasa en segundos, y mi corazón se acelera. Veo las calles de mi pueblo, a mi papá jugando conmigo, mi debut, e incluso mi fractura de mano que me llegó a dejar unos meses fuera. Todo va muy rápido. Desobedezco al profe, me voy a rematar. Tengo fe.


Corro con todas mi fuerzas hacia el área chica. He de confesar que en mi larga carrera nunca había estado en el área rival. Y de pronto parece que esta sordera con la que viví durante 15 años empieza a desaparecer. Lo que es el destino, Juninho me marca y se pone atento al cobro del Toro Valdivia. El juez ya tiene el silbato en la boca. Es la última jugada y todos se abrazan, se empujan, se jalan el uniforme. Empiezo a escuchar algo.


El Toro cobra y salto mas alto que el brasileño conectando el balón con la cabeza. ¿Qué es esto? Escucho un ruido monumental mientras una avalancha de playeras rojas se me enciman y abrazan. El balón está en el fondo de la red. He marcado un gol, mi primer gol, el del campeonato. El árbitro pita el final. Escucho la algarabía de la tribuna, los gritos de felicidad de mi técnico que me quería asesinar segundos antes. Entre el tumulto de mis compañeros ni me dio tiempo de regresar a mi portería para despedirme de ella. No importaba, por primera vez escuchaba. Había anotado un gol. Había terminado con la sordera. “Olé, olé , olé, Mumo, Mumo” eran los cánticos a mi alrededor. Ganamos la final, me retiro con un campeonato, y después de tantos años de evitar y atajar el gol, por fin hice uno. En el último suspiro de mi carrera pude escuchar. Siempre tuve fe.




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