Yo no sabía qué era el Pichincha, pero sí sabía quién era Alex Aguinaga. El siete, mi número favorito por el ecuatoriano y mi primer ídolo deportivo de la infancia. Lo sigue siendo, de hecho es el único. Su magia, su fortaleza, su inteligencia, y su mítica greña rubia eran la postal tradicional de los juegos en el Azteca. Cuando uno es niño no tiene mucho conocimiento de la geografía mundial, pero después me enteré de que el capitán venía de la mitad del mundo, de que en su país era una leyenda, un héroe de una región llamada el Pichincha. Pero para mí era un héroe en México que entrenaba en los maravillosos campos verdes de Cuautitlán Izcalli. Por él usaba su número, pero ya en la adultez usaba otro porque solo Alex puede usar el siete. En mi cosmovisión es el único digno de hacerlo.
Aquel festejo contra Cruz Azul es icónico. Su greña volando y sus brazos jalando la algarabía de un gol que significaría el campeonato de un equipo que no ganaba nada en mucho tiempo. Tenía siete años y el destino alineaba el mítico número con aquel triunfo.
Luego vino la victoria contra el Celaya con todo y la realeza del Buitre, y después el “Jaliscazo” con su soberbio e inteligente toque hacia Hermosillo que concretó Sergio Vázquez para terminar de vencer a toda Guadalajara en aquella liguilla. Y Aguinaga con su “mata” y los colores rojiblancos era campeón de nuevo. Eramos campeones. Infancia feliz. Quizá la cereza de aquel pastel llamado niñez fue cuando gané el concurso de una televisora para convivir con él en un entrenamiento. Caballero dentro y fuera del campo, mito que era real. A todos los niños que fuimos nos regaló un jersey que aún conservo. Hasta me firmó un banderín de los años cincuenta propiedad de mi papá que está colgado con orgullo en casa.
Ya en la secundaria mi ídolo seguía dirigiendo la orquesta necaxista. Los años pasaban pero la calidad era intacta. El ímpetu para darle la vuelta al Alajuelense y ganar el boleto al mundial de clubes fue memorable. El Manchester tuvo suerte en Rio, y el Vasco puso al Madrid. La foto de Aguinaga besando su medalla del tercer lugar es memorable. Recuerdo que falté a clases para ver los juegos. Bondades de ser buen estudiante.
La final contra el América la salvó Ríos sacando acrobáticamente aquel tiro violento del colombiano Gutiérrez en tiempos extra. Irónico, el arquero de Cristo, otrora héroe necaxista en la final contra las Chivas, evitaría a los rayos ganar otro título. Lo que hubiera sido ver a Alex besando otra copa. El hubiera no existe.
El mundial del 2002 fue agridulce desde el sorteo. Cuando sabía que nos tocaría Ecuador solo deseaba que nos repartiéramos puntos. Torrado no quiso. Mi país le ganó a mi ídolo ecuatoriano. Sentimientos encontrados.
La mudanza a Aguascalientes irónicamente anunciaba el fin de un equipo legendario y ya no sería lo mismo. Verlo con una camisa azul se me hizo extraño, fuera de lugar, de esas cosas que no te explicas cómo pudieron haber pasado. Y como profesional le metió un gol de crack al Necaxa, y como un caballero que es no lo celebró. Eso era él, un ejemplo en uniforme y tacos. Respeto total.
Y ahora lo veo en televisión comentando, lo sigo en las redes, y cuando me da ganas de volver al pasado hago memoria de mi niñez cuando él comandaba al equipo de la década. Desde que se retiró he visto a grandes jugadores, grandes equipos, y partidos para el recuerdo. Pero cuando alguien me pregunta de por qué me gusta el futbol entonces respondo que es por culpa del héroe del Pichincha.
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